Amelia

XII. Sin mirar atrás

Enciende la radio, nerviosa. Piensa que es estúpido temer, él no se habrá dado cuenta aún de que se ha marchado. En esos momentos querría encender un cigarrillo, pero no debe. Se frota la barriga de manera intuitiva. El bebé que espera nacerá libre, en un ambiente sano y tranquilo.

Suena una canción: Noches de boda, de Sabina. Su mente vuela al día de la suya. Recuerda una ceremonia perfecta en la iglesia donde se había bautizado y confirmado; unas lecturas y oraciones preparadas por sus amigas, precisamente con esa canción como tema. Él, a su lado, atractivo con su traje y su corbata fucsia a juego con las flores. Al verlo en el altar, contemplándola, se había sentido más enamorada que nunca. Que todas las noches sean noches de boda… Esa misma noche, había tachado de hortera la ceremonia, al cura de pesado insoportable y a sus amigas de beatas que necesitaban un buen polvo y menos misas. No le dio mucha importancia. Meses atrás, ya había refunfuñado al tener que casarse por la Iglesia. Era un día especial y había bebido demasiado, brindando con sus amigos por la felicidad venidera.

Mira cómo el horizonte se va tiñendo de naranja. Apenas hay nubes y vuelve a fijarse en la carretera, siguiendo las indicaciones de los carteles. No le gusta conducir de noche, pero su amigo Juan, el del taller, le recomendó salir al atardecer. «Si siempre va al bar y vuelve tarde, cuando vea que no estás en casa, saldrá a buscarte. Con suerte, ya llevarás unos cuantos kilómetros recorridos y él unas cuantas cervezas entre pecho y espalda, que le impedirán razonar».

Juan, su amigo del instituto, al que volvió a encontrar después de muchos años cuando fue a arreglar el coche. Se había maquillado el ojo y llevaba una bufanda de lana roja para ocultar el cuello. Él no había dicho nada, pero, días más tarde, cuando fue a recoger el automóvil, la llevó a la oficina, la invitó a un café y le preguntó. Ella excusó, como siempre, a su marido.

Fueron los celos y no yo… La canción que sonaba, de La Unión, describía su relación. Celos por la ropa que llevaba, celos por la sonrisa que le dedicaba el vendedor de periódicos de la esquina, celos porque el vecino le decía un piropo cada vez que entraban juntos en el ascensor. Al principio se sintió halagada, eran señal de que la quería. Perdona si mis palabras te han hecho llorar… Palabras primero. Golpes después.

Un mal día llegó a casa enfadado: lo habían despedido. Así que comenzó a ir al bar a pasar las tardes, luego las noches, gastando en cervezas y copas el dinero que ella ganaba. A veces llegaba a casa, apartaba las sábanas y se metía en la cama, hasta quedarse traspuesto. Otras, exigía sus derechos como marido, le apartaba la ropa sin miramientos y se movía dentro de ella durante unos minutos, para luego caer exhausto a su lado. Después de hacerlo, le decía que no valía para nada como mujer, que no sabía excitarlo como las otras que conocía en el bar. Que bien se merecía una paliza por ser tan poca cosa…Aunque lo peor fueron los golpes que venían, unas veces con la mano abierta, otras con el cinturón…

Al saber que esperaba un bebé no supo qué sentir. Había comprado tres pruebas de embarazo. Todas positivas. Cuando la ginecóloga le confirmó la noticia y le dio la enhorabuena, se echó a llorar. «¿No estás ilusionada?». Ya no sabía qué era la ilusión. No quería denunciarlo, en el pueblo conocían a su marido y ella tenía miedo. Miedo a quedarse sola y ahora más, en su estado.

Desde la muerte de su madre su única familia había sido él. Su cuñada lo defendía las veces que le había comentado lo que pasaba. Terminó por callar. No la entendía. Algunas amigas le habían dicho: «Te casaste con el más guapo, ahora no te quejes». Poco a poco, había dejado de quedar con ellas. No quería fingir que le iba bien.

Sigue conduciendo mientras las lágrimas le caen por las mejillas. Sabe que no debe llorar, que ha elegido, que por fin va a deshacerse de todos sus miedos. Gracias a Juan.

Tuvo que volver al taller por otra avería. Mientras sorbía con lentitud un descafeinado, no pudo evitar explicarle su situación. La miró con lástima: «¿Qué vas a hacer?». «Decírselo. Seguro que cambia», fue su respuesta. Juan le dijo: «Espero equivocarme, pero no creo que un hombre como él vaya a cambiar. Si se enfada, ven a hablar conmigo. Yo te ayudaré».

Su marido la tachó de loca por quedarse embarazada teniendo solo su trabajo. Primero la abofeteó y después la tiró contra el mueble. Ella se quedó encogida, agarrándose la barriga con temor a perder el niño, llorando. Él se fue al bar. Pasó toda la noche dándole vueltas a la situación y se dijo a sí misma que debía ponerle fin.

Al día siguiente, se encaminó al taller. Juan le explicó su plan: «Tengo un coche aquí que he estado arreglando. Te lo puedes llevar. Nadie denunciará su desaparición». Ante su negativa a marcharse, su indefensión, sus adónde voy yo ahora si no tengo a nadie, no tengo trabajo, de qué voy a vivir, le dio el teléfono de su hermana en Málaga. «No te buscará en Andalucía, no te seguirá hasta allí porque no sabe nada. Mi hermana se ocupará de ti».

Esa misma tarde, intentando controlar los nervios, lo había visto dirigirse al bar, como de costumbre. Con un par de mudas en el bolso, su carné de conducir y el dinero que había podido sacar de la cuenta común, acudió al taller. Cerraban a las siete. Juan la recibió como si fuera una clienta tardona que venía a recoger el coche. Se despidió de ella y le dijo: «Márchate. No vuelvas. Sé feliz. No mires atrás».

Amelia

2 comentarios sobre “XII. Sin mirar atrás

  1. Hay amores que matan, pero si matan de verdad, no es amor. Ay, amor, ay dolor.
    La literatura a veces entretiene, otras, las menos, nos hace pensar más allá del punto final.
    Cuando uno ha leído de aquí y de allí solo puede enamorarse de las palabras, porque hay palabras que duelen y otras que nos recuerdan el dolor ajeno.
    Gracias, por quienes no pueden leer esto, por quienes no tienen palabras pero tú, con este relato, les das voz.
    Por ellas.

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