Amelia

18. Seguir con la tradición

Norma colocó la figura del Niño Jesús en el belén y suspiró. Era una de las tradiciones que más le gustaba, inspirada por su madre: esperar a la Nochebuena para poner al Niño en su cuna, ya que hasta entonces no había nacido.

El belén, heredado de la yaya Cecilia, como la llamaban sus hijos, estaba compuesto por figuritas de barro compradas en distintos lugares de España e Italia, de donde venía su familia materna. Aparte de los que no podían faltar (la Virgen, San José, el buey, la mula…), había parejas de extremeños, andaluces, gallegos, asturianos y maños con sus trajes típicos, además de un tuno, un peregrino de Santiago, don Quijote de la Mancha con Sancho Panza y un cantante parecido a Luciano Pavarotti.

Esa noche, tras una cena copiosa, habían continuado con la segunda tradición: cantar villancicos hasta desgañitarse, al son de la guitarra, la zambomba y la pandereta. Otra herencia de su madre: una bonita voz y una pasión desmedida por la música que, gracias a Dios, también tenían sus hijos Alfredo y Violeta.

La yaya Cecilia era una experta cocinera y siempre preparaba una magnífica lasaña para Año Nuevo, que había pasado de generación en generación. Cuando era pequeña, Norma esperaba con ansiedad que llegase ese día, por diversos motivos: uno era escuchar todos juntos el Concierto de Año Nuevo desde Viena y otro, degustar aquella maravilla culinaria.

Cada año, se repetía la misma escena:

–¡Qué rica está! Mamá, deberías enseñarme a cocinarla –decía ella, mostrando el plato para que le echase un poquito más.

–Claro, hija, cuando quieras. Solo requiere un poco de tiempo por tu parte.

Norma se fue al instituto, después a la Universidad, conoció a Jorge, se casaron, tuvieron primero a Violeta y luego a Alfredo y ya no hubo tiempo para aprender a cocinar aquel plato de pasta.

En Nochevieja dejaban a sus hijos al cuidado de la yaya, junto con sus sobrinos. A los chavales les encantaba Cecilia, pues les preparaba una cena sabrosísima, los divertía con juegos y les daba regalos esa noche. Norma y Jorge se iban a cenar fuera, se acostaban tarde y se levantaban relativamente pronto para ir a buscarlos, ver juntos el Concierto de Año Nuevo y después comer la lasaña de su madre.

Ya no sucedía así. Esta era la segunda Navidad sin Cecilia, que había fallecido de cáncer, tras unos meses de lenta agonía.

Norma la echaba de menos y se arrepentía de no haberle dedicado más tiempo pero, sobre todo, de haber perdido la receta de la lasaña familiar.

El año anterior había hecho una prueba. «Total, cocer las placas de pasta y hacer el relleno no debe de ser muy difícil», se había dicho. Cecilia echaba unas especias aquí y otras allá y Norma se había aventurado con la pimienta, el curry y el jengibre, que eran las que recordaba.

Las orejas rojas de Jorge y las grandes cantidades de agua que bebieron durante la comida le hicieron ver que no podría emular la receta de su madre con éxito.

El día de Navidad, reunidos en torno a la mesa, su hermano le preguntó:

–¿Vas a hacer lasaña como el año pasado? –le guiñó el ojo–. Échale un poco menos de picante, por favor.

–No creo. La receta de mamá es inimitable. Nunca aprendí a hacerla y se ha perdido para siempre.

–Nunca y siempre son dos palabras que no existen –le reconvino su marido–. No deberías decirlas. ¿Quién sabe? A lo mejor un día das con el truquillo. Todo es proponérselo.

–Es difícil. Me he pasado todo el año haciendo pruebas, ya lo sabes, y creo que nunca… –Paró y tomó aire para rectificar–. No podré encontrar el sabor de la lasaña de mi madre.

El treinta de diciembre, Norma se dispuso a colocar a los Reyes Magos en el belén. Otra tradición que atesoraba: ir acercando a los tres sabios de Oriente al pesebre, a medida que se aproximaba el día en que se postrarían ante el Niño Jesús para adorarlo. Violeta se puso a su lado:

–Mamá, ¿dónde tenemos el martillo?

–¿Para qué lo quieres? –preguntó asustada.

–¿Te acuerdas de que la yaya Cecilia nos regaló una hucha de cerdito hace un par de años? He ido ahorrando dinero y quiero ir a comprar un regalo. –Miró a su alrededor y continuó, entre susurros–: Para Alfredo. Aún cree que los Reyes son… bueno, ya sabes.

–Sí, sí, pero no te preocupes. Ya está todo arreglado –aclaró Norma.

–Es que sé que le hace ilusión una cosa y que vosotros no habéis podido… bueno, eso –insistió la niña.

–De acuerdo. Voy a buscar el martillo y tú coge papel de periódico. No vamos a dejar la casa llena de barro.

A los pocos minutos, Violeta había destrozado el cerdito con dos golpes. En su interior no solo había monedas de distintos valores y algunos billetes, sino también un papel doblado. La niña lo leyó.

-¡Mira, mamá! ¡Es de la yaya! –Le acercó la nota, cubierta de polvo.

Cuando vio su contenido, Norma se quedó sin palabras.

«Receta de la lasaña de la yaya Cecilia, para seguir con la tradición».

Amelia

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